El lunes no fui a trabajar. El martes tampoco. A la uni fui como una zombi. No prestaba atención, mi mente se iba a lo sucedido el viernes a cada momento. Veía de nuevo a mi jefe filmando, siguiendo mis movimientos, colocándose de vez en cuando su pene en el pantalón. Me avergonzaba pensando que ante eso yo aún me había mostrado más dispuesta, más abierta. No hacía caso de las conversaciones entre clase y clase.
El miércoles por la mañana, mi jefe me llamó al móvil. Me dijo que entendía lo que me estaba pasando pero que quería tener una conversación conmigo. Le dije que no me encontraba bien y no tenía ganas de nada, pero insistió. Me recordó que no estaba en situación de negarme, después de lo que había hecho. Y en el fondo tenía razón. En realidad, si alguien se había comportado mal ésa era yo. Yo había utilizado el ordenador de un director de empresa sin su permiso, yo me había desnudado y había hecho cosas penosas en un lugar que no era mi casa. Si acaso, lo único fuera de lugar para mi jefe era haberme tocado de aquella forma al final. Pero incluso eso lo había permitido sin una sola muestra de protesta. Ni siquiera veía fuera de lugar la grabación que hizo mi jefe. Tan solo era una prueba para demostrar mi delito, que yo incluso había permitido.
El miércoles por la tarde fui a la empresa. Me excusé con los compañeros de la oficina diciendo que había estado enferma, y justo cuando una de las secretarias comentó que debía haber llamado, apareció el director y dijo que lo había hecho, que le había llamado a él pero se había olvidado comentarlo. Después me llamó a su despacho.
Me temblaban las piernas. Me senté frente a su mesa de despacho casi mareada. Mi jefe notó enseguida que estaba casi al borde de un ataque de ansiedad e intentó tranquilizarme. Me dijo que no me preocupara, que no tenía intención de enviar la cinta que había grabado a la policía ni utilizarla para denunciarme, y que mi puesto no corría peligro, aunque a mí, lo que menos me importaba en ese momento era ese empleo que me pagaban míseramente por horas. Me dijo que lo que había pasado el viernes lo entendía, que no era ningún delito, y se excusaba por su comportamiento, por haberme obligado a volver a conectar con mi novio y por haberme tocado al final. Que no era algo de lo que se sintiera orgulloso, precisamente.
Fue inesperado. Durante el fin de semana, durante esos días que falté al trabajo, esperaba encontrarme con una carta de despido, con una denuncia, o lo que es peor, no soy tonta, con alguna petición a cambio de su silencio. Me sentía atrapada y a merced de mi jefe y toda mi ansiedad venía de eso. Y de repente, desapareció. Mi director estaba pidiéndome perdón por introducirse en mi intimidad de aquella manera. Me vino a decir que yo era libre de hacer cuanto quisiera, que él no era nadie para interrumpir mi vida.
Sonreí de agradecimiento y él lo hizo también. Le dije que sentía haber utilizado su oficina para esas cosas. Rechazó y me dijo que no tenía importancia, que incluso le hacía ver de otro modo su despacho. Me preguntó si lo había hecho más veces y le respondí que sí, que lo hacía todos los viernes, y él me dijo que lo sospechaba. Añadí que no lo haría más. Me sentía como con un amigo. Alguien que me respetaba, después de todo lo que había visto, merecía ese apelativo. Seguimos hablando un buen rato. Me dijo muchas cosas, que era guapa, que tenía un bonito cuerpo, que no se le quitaba de la cabeza lo que había visto. Me dijo que tenía que tener una vena morbosa para hacer todo eso. Me lo decía con una sonrisa, sin censura. Y yo asentía. Me dijo que había notado algo el viernes. Que a pesar del disgusto de verme descubierta él notó algo más. Yo me quedé callada, no sabía a qué se refería. Así que él me dijo que solo era una intuición, pero que creía haber visto en mí cierto agrado en mostrarme. Yo perdí la sonrisa de golpe. Solté un "¿Cómo?" o algo así.
Mi jefe me dijo que me tranquilizara. Que no quería decir nada con eso, pero que hiciera un poco de análisis interior y que me sincerara conmigo misma y con él, si quería. Era lo menos que podía pedir. Me situé de nuevo en el viernes. Y la verdad es que tenía razón. Creo que fui consciente por primera vez en aquel momento. No al principio, pero el hecho de estar desnuda frente a mi jefe, el hecho de que me sintiera indefensa, a su merced me había estimulado. Asentí. Mi jefe me dijo que era normal. Que no me asustara. Que el morbo forma parte de la sexualidad y es algo sano. Entonces se levantó. Me dijo que no me obligaba a nada. Me pidió que pensara con libertad absoluta, sin prejuicios, sin falsa moral. Puso una mano en mi muslo, lo que me hizo dar un respingo. A pesar de eso, él la subió lentamente. Yo llevaba una faldita de cuadros por encima de la rodilla. Su mano se deslizo bajo ella. Entonces me dijo que, desde ese punto de vista de libertad absoluta, solo si realmente lo deseaba, apartara su mano.
No lo hice. Ni cuando su mano empezó a frotar mis bragas, ni cuando las apartó, ni cuando sus dedos empezaron a moverse entre mis labios vaginales, ni cuando empezaron a jugar en la entrada. Al contrario, yo noté que me humedecía. No, que me mojaba. Sin apartar su mano me dijo que sabía que yo tenía un componente morboso que tenía que alimentar para sentirme viva, que si le dejaba, él podía mostrarme muchas puertas para dar de comer ese sentimiento. Me quedé paralizada, porque me estaba percatando por primera vez que esas palabras guardaban un mundo nuevo que, para mi sorpresa, quería conocer. Tenía mucho miedo pero era diferente al que había sentido al entrar en ese despacho. Le dejé hacer hasta que escaparon los suspiros inevitables. Delante del director tuve un orgasmo que me dobló. Él sonrió y apartó la mano. Me acarició la mejilla y no dijo nada más. Entendí que podía salir del despacho y fui directamente al baño, donde me encerré y me senté en la taza. ¿Me había vuelto loca?