A las seis de la tarde de ese mismo lunes quedé con mi jefe fuera de la oficina. Creo que era febrero y estábamos de rebajas, así que me llevó de tiendas. Por el camino, mientras conducía, me contó lo que quería. Me recordó que por la mañana yo había comentado que no me importaría tanto desnudarme delante de un extraño como el abrirme la blusa del modo en que la tenía por la mañana. Yo asentí y se me puso la carne de gallina, previendo lo que me venía. Me dijo que si me apetecía podíamos jugar con el morbo de los dependientes. Le pregunté cómo y me dijo que no me lo iba a decir si yo no prometía antes aceptar el juego. Al principio le dije que no podía aceptar algo que desconocía, y él me contesto que eso era parte del morbo. Que no me pudiera negar a hacer lo que tenía en mente. Lo pensé un momento. Creo que fue mientras aparcabamos cuando le dije que aceptaba.
No es que me gustara mucho la idea, pero en realidad ya había aceptado antes de subir al coche. El mero hecho de acudir a la cita era mi aceptación. Bien, entonces me explicó su idea. Se trataba de probarme ropa interior en cualquier probador, pero dejando parte de la cortina de cierre abierta.
No me pareció muy difícil y asentí. Él estaría cerca. Se asomó a un par de tiendas y me dijo que entrara yo primero y que él entraría poco después. En el interior me di cuenta de porqué se había asomado antes de decidirse por una tienda. Allí todos los dependientes eran hombres.No había mucha gente y la mayoría eran mujeres (lógicamente, estaba en la zona femenina de la tienda). Me acerqué a un puesto giratorio donde había braguitas y sostenes de fantasía, y cogí tres de cada, tras lo cual me dirigí a los probadores. Elegí el más cercano a la zona común y dejé la cortina a medio cerrar. Me quité primero la blusa y mi sostén, esperando ver si alguien se fijaba. Me di cuenta de que mi jefe ya había entrado y pululaba por ahí. Al poco me di cuenta de que otro hombre estaba demasiado cerca, a escasos cinco metros, mirando un cajón de ropa con demasiada atención. Entonces me di la vuelta y me quité los pantalones. Le daba la espalda a aquel hombre, pero tenía enfrente el espejo y desde él vi que no me quitaba ojo. Disimulé, como si no me diera cuenta de su presencia. Me quité las braguitas y me miré con calma al espejo. El hombre no se daba cuenta de que también le miraba a él. Abrí un poco las piernas y me pasé la mano por el sexo lentamente. Después me puse las primeras braguitas. Giré mirando al espejo, como si comprobara como me quedaban. Rechacé con la cabeza. La verdad es que me estaba divirtiendo. Aquel hombre seguía allí, así que decidí agacharme para quitarme las braguitas que me había probado, de modo que mi culo quedó en la abertura del probador, expuesto, abierto. Su cara era un poema. No pude evitar sonreír y creo que entonces se dio cuenta de que yo le había visto, porque disimuló. Pero no se movió un ápice.
Seguí así con las otras braguitas y los otros sostenes. Estuve como diez minutos haciendo posturitas y moviéndome para que toda mi anatomía quedara expuesta en un momento u otro frente a ese hombre y algún otro que se acercó más tarde. Después me volví a vestir, dejé las braguitas en su sitio y salí de la tienda.
Esperé a mi jefe, que tardó un rato en salir. Sonrió y justo detrás de él salió el hombre que me habia expiado, con una bolsa. Mi jefe se echó una carcajada. Aquel hombre había comprado toda la ropa interior que yo me había puesto. Yo también sonreí, pero entonces me dijo que la próxima tienda tenía que ser más difícil. Le miré extrañada y me dijo que quería más de mí. Esta vez iba a consultar a alguno de los dependientes. Tenía que preguntar si me quedaban bien, si no creían que era demasiado gruesa o demasiado grande o demasiado pequeña, o si no se trasparentaba. Si alguno de ellos llegaba a tocarme debía permitirlo. Pasara lo que pasara.
Debí abrir unos ojos como platos, porque sonrió diciendome que no era para tanto. Que además lo había prometido.
Recuerdo que entramos en varios establecimientos. Mi forma de actuar fue la siguiente: me desnudaba, me colocaba unas braguitas y un sostén, o solo unas braguitas, y llamaba disimuladamente a algún dependiente que estuviera cerca del probador. En las dos primeras tiendas, los dependientes me miraron indiferentes, me dijeron que estaba prohibido probarse la ropa interior y nada más. En el tercero, el dependiente empezó a tartamudear cuando le pregunté si se trasparentaba mi vello (por entonces lo llevaba cortito, solo me rasuraba en verano para ponerme los bañadores). Me reí y se ruborizó de tal manera que tuvo que excusarse y salir. No volvió y para cuando salí de esa tienda ya eran las siete y media. Cerraban todas las tiendas del centro, así que fuimos a un centro comercial donde no cierran hasta las diez de la noche. Allí volvió a pasarme lo mismo al principio, en dos tiendas me dijeron que el género de ropa interior no se puede probar. Pero tanto insistir, en algún momento teníamos que dar con la persona adecuada. En una tienda pequeñita, había un dependiente de unos cuarenta y cinco años. Era alto, espigado, con una frente que ya conquistaba más allá de su coronilla y unos rasgos algo toscos. La tienda estaba vacía y tenía genero solo de mujer. Yo cogí dos braguitas y me fui al probador. Estaba tan harta de que ningún dependiente me hubiera hecho caso que ahí solo me puse braguitas y me dirigí al dependiente tan solo con esa prenda. El hombre se acercó, le pregunté si me quedaba bien, si no me quedaba ancha la braguita. Me miró serio, por un momento pensé que me iba a decir lo mismo que los otros. Pero de repente se acerca más, se agacha hasta que su cabeza queda a la altura de mis bragas y dice "Bueno, no te queda mal, es tu talla". Después se volvió a levantar y le pregunté si me realzaba las nalgas, pasando mi mano por el culito. Entonces el hombre me miró a los ojos, puso una mano en mi culo y empezó a hablar de esas braguitas, mientras comenzaba a deslizar su mano por diferentes partes de ella. Yo alucinaba. Empecé a pensar que estaba loca de seguir el juego, pero no dije nada. El hombre siguió hablando de la prenda, diciendo que su tejido si se ajustaba muy bien al cuerpo, que si era hipoalergénica, que si la curva de mis nalgas quedaba muy bien, etc. Y su mano iba y venía por delante y por detrás, sus dedos tocaban y tocaban y yo empecé a sentir cosas y, claro, a mojarme. Sentí que me subía el calor a pesar de estar tan solo con esas braguitas, pero no me bloqueé. Le pregunté si veía si esas braguitas se trasparentaban por delante. Él me preguntó qué buscaba, si quería que se trasparentaran o no. Le dije que quería ver un poco de todo. Entonces me dijo que esperara y vino con otros dos modelos. Él mismo me quitó las que llevaba, agachándose y colocando sus ojos justo a la altura de mi sexo. Notaba su mirada fija mientras yo levantaba una pierna y la otra para sacar los pies y volver a meterlos en la nueva braga. Sabía que mi sexo estaba expuesto y abierto a su mirada en esos momentos. Pero ya me daba igual. Me puso las otras y, para subirlas colocó una de sus manos en mi culo. De nuevo no dije nada y dejé hacer. El hombre me ajustó la nueva prenda y empezó a hablar de sus bondades mientras seguía tocándome. Sus dedos recorrían la tela de mi culo, de mi cintura, de mis piernas y también de la zona de mi sexo. Hablando de la trasparencia, sus dedos se mantuvieron ahí un rato y empezaron a frotar. Yo no sabía que hacer. Estaba excitadísima, a pesar de que ese hombre me doblaba la edad y no me resultaba atractivo. Cuando se cansó de tocarme volvió a quitarme las braguitas, iba a ponerme las últimas pero lo pensó mejor y las dejó a un lado. Entonces empezó a decir que si bien las bragas pueden realzar las nalgas o esconder tripa, yo no lo necesitaba. Sus manos empezaron a recorrer mi cuerpo lentamente. Me dijo que tenía una curvatura de nalgas muy bonita mientras pasaba sus manos por ellas, que había braguitas que dejaban intuir a través del vestido la separación entre las nalgas, y su mano pasó entre ellas tocando mi ano y mi sexo, me dijo que había algunas de fantasia que tenían bordados y trasparencias en la parte del pubis, y me toco ahora ese sitio, y descendió hasta el sexo ya sin tela que separara sus dedos de mis labios o mi clitoris. Creí morir de ansiedad. Empezó a masturbarme lentamente. Ya no importaba lo que dijera porque mi cuerpo hablaba por mí. Estaba tan mojada que escuche el chapoteo de sus dedos en mi humedad. Estaba desnuda con un desconocido, totalmente desnuda, expuesta y dispuesta a dejar hacer. Cerré los ojos. Sus manos siguieron acariciandome, esparciendo mi humedad por la piel y se atrevió a tocarme también los senos. Yo no sabía si debía parar o seguir. Sabía que en algún lugar estaba observando mi jefe, pero mi cabeza lo tenía ahora en un segundo o tercer lugar.
De repente, entró otra mujer. El hombre se asustó, se levantó y salió. Me quedé desnuda y sola, jadeando. Me apoyé en un espejo del probador un segundo paralizada y me llevé las manos a la cara. Entonces apareció mi jefe, me dijo que me vistiera que ya era tarde y ya había cumplido, y desapareció. Lo hice de manera rápida y mecánica, y salí del probador. El dependiente dejó a la señora, me dijo que esperara un segundo y volvió enseguida con las braguitas que me había probado. Me dijo que eran un regalo y que volviera cuando quisiera.
En el exterior me esperaba mi jefe. Me preguntó qué tal la experiencia y le dije que no preguntara. Me encontraba humillada y excitada. Y la mezcla me gustaba, pero aún no sabía qué decir frente a mi jefe. Podía pensar cualquier cosa de mí y con razón. Ya en el coche, sonrió, tocó una de mis piernas y me dijo que me faltaba camino por recorrer, pero que lo estaba haciendo muy bien. Dijo que debía darme cuenta de una cosa. En cualquiera de esas experiencias, a pesar de mi reticiencia inicial, de que pudiera pensar que era una locura, de que pudiera creer que era una humillación, debía darme cuenta de que lo que importaba era el resultado global, mi impresión cuando todo había terminado. Asentí, porque hasta entonces, a pesar del escándalo que significaba para mí hacer esas cosas, en todas había disfrutado de una manera que no recordaba hacía mucho tiempo. Comprendía cada vez más esa filosofía en la que me estaba introduciendo mi jefe.
Recuerdo que entramos en varios establecimientos. Mi forma de actuar fue la siguiente: me desnudaba, me colocaba unas braguitas y un sostén, o solo unas braguitas, y llamaba disimuladamente a algún dependiente que estuviera cerca del probador. En las dos primeras tiendas, los dependientes me miraron indiferentes, me dijeron que estaba prohibido probarse la ropa interior y nada más. En el tercero, el dependiente empezó a tartamudear cuando le pregunté si se trasparentaba mi vello (por entonces lo llevaba cortito, solo me rasuraba en verano para ponerme los bañadores). Me reí y se ruborizó de tal manera que tuvo que excusarse y salir. No volvió y para cuando salí de esa tienda ya eran las siete y media. Cerraban todas las tiendas del centro, así que fuimos a un centro comercial donde no cierran hasta las diez de la noche. Allí volvió a pasarme lo mismo al principio, en dos tiendas me dijeron que el género de ropa interior no se puede probar. Pero tanto insistir, en algún momento teníamos que dar con la persona adecuada. En una tienda pequeñita, había un dependiente de unos cuarenta y cinco años. Era alto, espigado, con una frente que ya conquistaba más allá de su coronilla y unos rasgos algo toscos. La tienda estaba vacía y tenía genero solo de mujer. Yo cogí dos braguitas y me fui al probador. Estaba tan harta de que ningún dependiente me hubiera hecho caso que ahí solo me puse braguitas y me dirigí al dependiente tan solo con esa prenda. El hombre se acercó, le pregunté si me quedaba bien, si no me quedaba ancha la braguita. Me miró serio, por un momento pensé que me iba a decir lo mismo que los otros. Pero de repente se acerca más, se agacha hasta que su cabeza queda a la altura de mis bragas y dice "Bueno, no te queda mal, es tu talla". Después se volvió a levantar y le pregunté si me realzaba las nalgas, pasando mi mano por el culito. Entonces el hombre me miró a los ojos, puso una mano en mi culo y empezó a hablar de esas braguitas, mientras comenzaba a deslizar su mano por diferentes partes de ella. Yo alucinaba. Empecé a pensar que estaba loca de seguir el juego, pero no dije nada. El hombre siguió hablando de la prenda, diciendo que su tejido si se ajustaba muy bien al cuerpo, que si era hipoalergénica, que si la curva de mis nalgas quedaba muy bien, etc. Y su mano iba y venía por delante y por detrás, sus dedos tocaban y tocaban y yo empecé a sentir cosas y, claro, a mojarme. Sentí que me subía el calor a pesar de estar tan solo con esas braguitas, pero no me bloqueé. Le pregunté si veía si esas braguitas se trasparentaban por delante. Él me preguntó qué buscaba, si quería que se trasparentaran o no. Le dije que quería ver un poco de todo. Entonces me dijo que esperara y vino con otros dos modelos. Él mismo me quitó las que llevaba, agachándose y colocando sus ojos justo a la altura de mi sexo. Notaba su mirada fija mientras yo levantaba una pierna y la otra para sacar los pies y volver a meterlos en la nueva braga. Sabía que mi sexo estaba expuesto y abierto a su mirada en esos momentos. Pero ya me daba igual. Me puso las otras y, para subirlas colocó una de sus manos en mi culo. De nuevo no dije nada y dejé hacer. El hombre me ajustó la nueva prenda y empezó a hablar de sus bondades mientras seguía tocándome. Sus dedos recorrían la tela de mi culo, de mi cintura, de mis piernas y también de la zona de mi sexo. Hablando de la trasparencia, sus dedos se mantuvieron ahí un rato y empezaron a frotar. Yo no sabía que hacer. Estaba excitadísima, a pesar de que ese hombre me doblaba la edad y no me resultaba atractivo. Cuando se cansó de tocarme volvió a quitarme las braguitas, iba a ponerme las últimas pero lo pensó mejor y las dejó a un lado. Entonces empezó a decir que si bien las bragas pueden realzar las nalgas o esconder tripa, yo no lo necesitaba. Sus manos empezaron a recorrer mi cuerpo lentamente. Me dijo que tenía una curvatura de nalgas muy bonita mientras pasaba sus manos por ellas, que había braguitas que dejaban intuir a través del vestido la separación entre las nalgas, y su mano pasó entre ellas tocando mi ano y mi sexo, me dijo que había algunas de fantasia que tenían bordados y trasparencias en la parte del pubis, y me toco ahora ese sitio, y descendió hasta el sexo ya sin tela que separara sus dedos de mis labios o mi clitoris. Creí morir de ansiedad. Empezó a masturbarme lentamente. Ya no importaba lo que dijera porque mi cuerpo hablaba por mí. Estaba tan mojada que escuche el chapoteo de sus dedos en mi humedad. Estaba desnuda con un desconocido, totalmente desnuda, expuesta y dispuesta a dejar hacer. Cerré los ojos. Sus manos siguieron acariciandome, esparciendo mi humedad por la piel y se atrevió a tocarme también los senos. Yo no sabía si debía parar o seguir. Sabía que en algún lugar estaba observando mi jefe, pero mi cabeza lo tenía ahora en un segundo o tercer lugar.
De repente, entró otra mujer. El hombre se asustó, se levantó y salió. Me quedé desnuda y sola, jadeando. Me apoyé en un espejo del probador un segundo paralizada y me llevé las manos a la cara. Entonces apareció mi jefe, me dijo que me vistiera que ya era tarde y ya había cumplido, y desapareció. Lo hice de manera rápida y mecánica, y salí del probador. El dependiente dejó a la señora, me dijo que esperara un segundo y volvió enseguida con las braguitas que me había probado. Me dijo que eran un regalo y que volviera cuando quisiera.
En el exterior me esperaba mi jefe. Me preguntó qué tal la experiencia y le dije que no preguntara. Me encontraba humillada y excitada. Y la mezcla me gustaba, pero aún no sabía qué decir frente a mi jefe. Podía pensar cualquier cosa de mí y con razón. Ya en el coche, sonrió, tocó una de mis piernas y me dijo que me faltaba camino por recorrer, pero que lo estaba haciendo muy bien. Dijo que debía darme cuenta de una cosa. En cualquiera de esas experiencias, a pesar de mi reticiencia inicial, de que pudiera pensar que era una locura, de que pudiera creer que era una humillación, debía darme cuenta de que lo que importaba era el resultado global, mi impresión cuando todo había terminado. Asentí, porque hasta entonces, a pesar del escándalo que significaba para mí hacer esas cosas, en todas había disfrutado de una manera que no recordaba hacía mucho tiempo. Comprendía cada vez más esa filosofía en la que me estaba introduciendo mi jefe.