martes, 6 de enero de 2009

Todo es diferente

El fin de semana lo pasé en una nube. No sé si tengo que aclararlo, pero cada episodio en este tema me crea una dicotomía con mi personalidad, o con lo que yo soy o lo que creo que soy. Esta vez, por un lado me sentía violada a un nivel profundo. Alguien había entrado hasta dentro de mi alma y había descubierto algo que debía pertenecerme solo a mí. No es tan agradable saber que alguien es capaz de encender un interruptor hasta un nivel donde se pierde toda voluntad. Por otro lado, ese alguien era como una pieza que encajaba a la perfección conmigo, que me daba algo muy difícil de encontrar, que me comprendía en el terreno del sexo y no se andaba por las ramas.
Lo que sentí durante ese fin de semana ya lo había experimentado el anterior. Recuerdo que el sábado salí con mis amigas. En las conversaciones triviales de siempre, sobre la semana, sobre los chicos que se nos acercaban, sobre los novios, el trabajo o las vacaciones, yo estaba ausente. Casi no sabía lo que decía. Mi mente estaba en los recuerdos del viernes y la expectación sobre lo que iba a pasar a continuación, algo que me producía ansiedad y esperanza a la vez. Mis amigas lo notaron, yo me encogí de hombros sin saber qué decir. Les dije que no me pasaba nada, que estaba como siempre.
El domingo me llamó el jefe. Me pidió que fuera el lunes con la falda de cuadros del miércoles anterior y la blusa blanca. Me sentí intrigada pero le dije que no se preocupara.
El lunes, con esa mini que dejaba al descubierto por encima de las rodillas y la blusa blanca, me presenté en la oficina a la hora normal. Mi jefe me llamó enseguida. Dame tu ropa interior, me pidió. Me quedé un momento quieta, sospechando que quizá quería iniciar una sesión como la del viernes a esas horas, pero lo hice. Me quité las braguitas, la blusa y el top y me volví a poner la blusa. Entonces, me pidió que me desabrochara un botón de la blusa, como el viernes anterior.
En el camino hacia la liberación sexual que él me ofrecía tenía que encontrar un punto medio. Se trataba, en pocas palabras de abrirme a los demás sin parecer una puta. En ese camino, en que uno debe experimentar con su sexualidad, se pueden dar falsas pistas, como esa de parecer una mujer fácil. Una mujer liberada no es la que está dispuesta a acostarse con cualquiera, sino la que se olvida de tabúes para sentirse plena, algo que no es lo mismo. El límite, me dijo, es una línea muy fina y hay que saber jugar con ella. Él no quería que yo pareciera una mujer dispuesta a todo. Pero sí quería que jugara con la líbido. El erotismo, decía, tiene un gran aliado en lo deseado cuando es inaccesible. Como ese juego podía dar lugar a confusiones, una tenía que experimentar y aprender.
Hoy, me dijo, quiero que te pasees así por la oficina. No quiero que te inclines especialmente, ni que te muestres más de lo que harías otras veces. Pero tampoco quiero que evites los movimientos que harías de normal. Comprendí enseguida lo que quería. Me negué. Le dije que era muy fuerte, que casi era como ir desnuda delante de todos. Me preguntó si me sería más fácil desnudarme delante de un desconocido. Me quedé callada un momento y después le dije que si tenía que elegir entre una cosa y otra sí, me era más fácil hacerlo con un desconocido. Después insistió. Estoy seguro de que esa negativa es solo una fachada. Este juego te gusta, aunque aún no lo sabes. No me pedía que me desnudara, ni que forzara ninguna postura para que se me viera. Yo tenía que obrar con la misma naturalidad. Solo cambiaría las cosas ese botón abierto de más y la ausencia de ropa interior. Tienes que experimentar, Marta, me dijo. Después de pensarlo un instante le dije que lo probaría, pero si me encontraba muy violenta volvería a por mi ropa. Él accedió. 
Cuando me senté en mi mesita, que estaba en la sala común junto con otras, me ardían las mejillas. Me di cuenta de que cualquiera que se inclinara para decirme algo, cualquiera que se acercara, podía verme los pechos por completo. Pero el botón que me había desabrochado permitía que se abriera más el escote sin dar a entender que era algo premeditado. Me pregunté si alguien se atrevería a avisarme.
Pasó la mañana entera sin que nadie me dijera nada al respecto. Noté que mi compañero me consultaba más que nunca, que alguno de los directivos de la empresa me hablaba o me pedía algo del ordenador, esperando mientras yo lo buscaba. Creo que la secretaria del jefe, que tenía otra mesa en la misma sala también se percató de que yo enseñaba más de lo debido. Pero tampoco me dijo nada. Supongo que no tenía la confianza suficiente.
Por mi parte, no hice ningún esfuerzo por evitar que vieran, pero tampoco hice nada que diera a entender que lo hacía voluntariamente. Parecía un descuido y sobre todo los hombres, lo veían, al parecer, como algo divertido. Me afectó algo al trabajo, estuve más torpe, más distraída.
Cuando acabó la mañana el jefe volvió a llamarme a su despacho. Cerró la puerta y me preguntó qué tal había ido la mañana. Le dije que bastante normal, que la gente había podido verme el escote y que nadie había dicho nada fuera de lo normal. Me preguntó si no se había creado alguna situación en la que hubieran podido ver bajo la falda y le dije que no, que eso era más difícil. La idea, me dijo, no era provocar, pero si crear situaciones en las que hubiera la posibilidad. Yo le dije que no me había gustado mucho la experiencia. Me dio de nuevo mi ropa interior y me permitió que me las pusiese. Después me dijo que esa tarde me recogía a las seis y media, cuando salía del trabajo.

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