Finalmente, tuvimos una reunión más o menos una semana después de que ocurriera esto. Un miércoles o un jueves, ya no recuerdo bien. Le expliqué mi punto de vista. Él me comentó que cuando él había dicho que haríamos cosas que a mí no me gustaban se refería a otra cosa. En las situaciones que habíamos vivido hasta entonces (sin contar esta última) yo había puesto reticencias al principio. Me había negado o sentía rechazo por lo que me había pedido mi jefe. Sin embargo, al terminar el día, la experiencia había sido satisfactoria hasta lo inimaginable. Había pasado el día que salí desnuda por el edificio de la oficina, el día del dependiente, el día que me masturbó o el que me entró por atrás en su despacho. La experiencia siempre había sido positiva, aunque al principio no me hubiera gustado la idea. A lo que se refería mi jefe era a que era muy posible que yo viera demasiado fuerte, o exagerado, lo que me pedía, pero que a la postre me iba a gustar. Algo muy diferente a lo que había pasado con ese fontanero.
Yo lo había entendido mal. Mi jefe no quería una esclava que hiciera lo que él pidiera sin más, solo quería llevarme por un camino que él ya había recorrido y que sabía que me enriquecería mucho incluso a mi pesar, porque yo necesitaba esa forma de vida. Lo había reconocido el primer día, cuando me pilló desnuda en la oficina. Tenía que guardarme mis prejuicios y mis reticencias y debía mostrar confianza hacía las peticiones de mi jefe, porque ya había comprobado que el resultado era muy bueno.
Me sentí perdida. Le dije a mi jefe que no sabía dónde poner el límite. Él me contestó: "¿Qué sentiste cuando ese hombre empezó a meterte las bolas con esa grasa?". Asco, respondí. "Y cuando se te puso encima?". Náuseas. Recordé ese olor, que no olvidaré nunca, penetrante y metálico, hiriente, que me vino de golpe cuando se pegó a mí y que llenaba el cuarto de baño mientras me sacaba esas bolas de hierro, y que perduró aún después de ducharme y frotarme con fuerza para quitarme toda la grasa que había dejado ese hombre en mi cuerpo. Mi jefe me dijo: "Ahí está el límite. Lo sabrás cuando suceda. Puedes volver a sentir náuseas, puedes sentir asco, dolor y otras cosas que no te gustan, pero si por encima de eso no hay algo más que te llene, que quede en tu mente como lo más importante del día, entonces no dudes".
Mi jefe, después de esa conversación, se acercó y me abrazó un largo rato. Me sentí reconfortada. Después me dijo: "Tu tienes la palabra, Marta. Si quieres lo dejamos aquí y no volvemos a hablar nunca de estos días". No dije nada al principio. Después de un rato abrazados le pedí un tiempo, unos días. Él me dio un beso en la mejilla y me dijo que cuanto quisiera.
Tenía que ordenar mis pensamientos. Me había afectado mucho lo de aquel fontanero, sobre todo porque había descubierto que no tenía control y que tenía que ganarlo para no volverme loca. Que ese mundo que tenía un lado rojo intenso, también tenía uno muy oscuro. En el fondo yo sabía que esos dos lados estaban dentro de mí. Por eso buscaba ese control, el control no sobre el mundo que se me estaba abriendo o sobre mi jefe, sino sobre mí misma. Necesitaba ese tiempo para hacer una reflexión interior y analizar si estaba preparada para eso que me estaba ocurriendo.
Durante los siguientes días, ya del mes de marzo, tuve tentaciones de dejarlo todo. Me atraía de nuevo la simplicidad de la vida que me ofrecía mi chico, tan normalito, tan poco dado a extravagancias. Incluso aquella de vernos por el chat en mi oficina él la había hecho con mucho miedo hasta que se acostumbró a verme desnuda en el trabajo. Me vino bien que ese paréntesis se diera justo entonces, porque ese año la semana santa era temprana y mi chico aprovechó para volver y estar unos días con su familia y conmigo. Antes de la conversación con mi jefe yo no sabía cómo conjugar la llegada de mi chico con todo lo que me estaba pasando, pero los últimos acontecimientos me ayudaron a decidir que de momento no le diría nada. Porque incluso era posible que todo eso fuera ya pasado y no tuviera sentido contarlo (esto va por Jorge y también por el Mágico, que sentían curiosidad en sus comentarios por cómo era mi situación con mi novio. De momento no le cuento nada, todo llegará).
Tengo que decir que con 19 años no se puede tener una relación seria. Al menos yo no la tenía. No me gustaba llamarlo mi novio porque no lo veía como tal. Estaba enamorada, muy enamorada, pero con esa edad no estás pensando en casarte ni en nada serio. Lo que importa es el presente. Para los que duden, sí, se puede estar muy enamorada de una persona y practicar sexo (o lo que sean mis experiencias) con otras personas. Yo me sentía culpable, cierto, pero los sentimientos no tienen que ver unos con otros. El amor y la excitación son completamente diferentes y te los pueden provocar personas distintas. Sabía distinguir mis sentimientos hacia mi novio y hacia mi jefe. Esa era una de las razones que me llevaban a callar.
Una de las cosas que le llamaron la atención a mi chico fue también la que me ayudó a decidirme. Un día fuimos con el coche a una laguna que hay cerca de la ciudad (bueno, relativamente cerca). Como en esa ciudad no hay playa, son muchos los que se acercan a la laguna como sustituto. El caso es que estuve tomando un rato el sol en toples (algo que ya había hecho con mi chico), pero al ir a bañarme me quité todo. Había más gente, algunas otras chicas también en toples, y otros chicos y de todas las edades. Pero eso incluso me animó a hacerlo. Mi chico se quedó con la boca abierta. Me siguió y, detrás de unos juncos que crecían en el agua, sin seguridad de ninguna intimidad, hicimos el amor. Fue una experiencia fantástica para él y para mí. Y eso me demostró que seguía necesitando ese morbo.
Mi chico se fue el lunes de pascua. El martes volví al trabajo con la buena noticia de que ya sabía lo que quería.
Agradecería que leyerais el post anterior, titulado Nota. Estoy probando este sistema que paga por clicks. Quisiera saber si alguien ha hecho ya alguno porque a mí no me aparece ninguno en mi registro. Muchas gracias y un saludo