Una historia con el vecinito es algo que compartimos de manera secreta muchas mujeres, como los primeros escarceos con alguien de la familia (en mi caso un primito). Tengo que decir que a partir de mi "relación" (por llamarlo de algún modo) con mi jefe ha habido muchas experiencias de este tipo, pero ésta fue la primera (la primera seria, se entiende. Todas tenemos alguna anécdota de adolescencia con el vecino con el que jugábamos de niñas o con algún otro vecino mayor que siempre nos había gustado y de repente, a los catorce o quince años, nos veía de forma diferente).
Empiezo donde lo dejé. Había vuelto de Semana Santa con las pilas cargadas. Pero mi jefe seguía un poco reticente, aún le pesaba lo que había pasado. "Marta -me decía-, no sé si puedo dejar este peso en tus manos". Yo lo entendía. No sabía si podía confiar en mí. No sabía si podía estropearlo todo, yendo más lejos, o cometiendo algo que no tuviera remedio. A mi pesar, lo entendía, porque ni yo misma estaba segura de que fuera a controlar las situaciones. Había visto por primera vez la parte más oscura de todo ese mundo.
Quiero aclarar que a veces tampoco entendía a mi jefe. Por un lado me estaba pidiendo poder confiar en mí, por otro que me arriesgara. Lo digo porque, a pesar de todo el asco, había algo en el episodio con el fontanero que había terminado por gustarme. Esa sensación de caer en un abismo del que no conoces el fin tenía también su lado "amable". Una parte de mí se había excitado al dejar hacer, al sentirme utilizada y no poder evitarlo. Entonces, ¿por qué en conjunto estaba mal? Esto lo entendí más tarde (no me atreví a plantear mis dudas entonces). El riesgo es necesario, pero hay que evitar el peligro. Son conceptos diferentes. Por otro lado, el riesgo hay que tomarlo como parte de un juego. Cuando el resultado de que el episodio salga mal es demasiado caro, no compensa el premio (que es la excitación o el placer).
Sé que cuando me pongo en este plan no resulto tan interesante, pero es parte importante para entender mi relación con mi jefe. Algunos de los que me leéis os habéis referido a él como un amo de sadomaso y a mí me habéis visto como una sumisa. Reconozco que algo de eso hay, como de muchas otras cosas en nuestra relación. Pero mi jefe no se centra en su propia excitación o en su placer, ni en mi dolor, o mi sumisión completa, como lo haría un amo. La primera intención de mi jefe fue siempre abrirme a un mundo diferente, en el que soy yo quien debo entrar si quiero, en el que soy yo quien descubro. Parte del placer que conseguía mi jefe con esta relación se debía a eso. Por eso, no me veréis usar un lenguaje muy técnico de sadomaso o como se llamen esas disciplinas, porque ni siquiera lo conozco. Lo que nos importa es conseguir la excitación plena, el éxtasis. Eso cada vez se vuelve más difícil. Y a veces eso nos hace ir demasiado lejos. Ahí es donde debe aparecer ese control del que yo carecía el día del episodio del fontanero. Para adquirir el conocimiento de ese control aún faltaba mucho. Creo que, aún hoy, a veces se me va todo de las manos.
Está bien, basta de filosofías y vamos con el tema. Mi jefe tardó otra semana en llamarme al despacho y preguntarme si realmente quería continuar con todo aquello. Sonreí, porque estaba esperando un movimiento por su parte que no llegaba, cerré la puerta de su despacho con el pestillo y me desnude por completo. Él no dijo nada. Me acerqué a su sillón y le lleve una mano a mi culo. Se entretuvo acariciándome primero las nalgas, después mi sexo, ya húmedo. Empecé a sentir que se me iba la razón. Le dije: "si quieres, salgo ahora mismo así al pasillo". El hombre sonrió y me dijo "quita, quita, que me arruinas". Dejó de tocarme y me dijo que me vistiera. Que volviera a la dirección donde tenía aquel piso por la tarde, después de las clases que tenía en la uni. Las clases, creo que ya lo he comentado, eran nocturnas, única forma de combinar trabajo y estudio, así que, en principio, salía de ellas a las diez de la noche. Muchas veces me las fumaba, dependiendo del profesor o de la materia. Las hay que no necesitaban que aparecieras por clase nunca. Ese día salí a las nueve y estaba en casa de mi jefe a las nueve y media.
Mi jefe me dijo que me iba a dar una idea que podía generarme muy buenos ratos. Era una forma de explicar a un desconocido que una persona hiciera una locura como desnudarse en la escalera. La idea era tan sencilla, y tan divertida, que no entendía cómo no se me había ocurrido.
Me dijo que quería que la practicara con un vecino de esa casa. Un joven de unos 30 años que por lo que él sabía era un tanto raro y solitario. Nunca le había visto con una mujer. Apenas saludaba en el ascensor. Las veces que habían coincidido le había dado una impresión muy clara. No le extrañaría que aún no hubiera visto una chica desnuda en su vida.
30 años, por lo que me llevaba más de diez. Para mí no es que significara demasiado (mi jefe tenía más de 40 por entonces). Significaba según quién fuera el que los tenía. Desde luego no me era muy atractivo en un hombre inexperto. Recuerdo que le pregunté a mi jefe si era guapo, aunque en realidad no me importaba demasiado, porque ni sé qué me respondió. El juego empezaba saliendo al rellano desnuda. Bueno, tan solo con una toalla.
Subí las escaleras hasta el cuarto, planta donde vivía este chico, respiré hondo y pulsé el timbre. Abrió casi al momento. No es que fuera muy guapo, ni feo, pero tenía la cara típica de no haber roto un plato. Un "buenito" que, como estaba en su casa, y me parece muy bien, pues estaba con una ropa bastante informal. Camiseta por fuera, pantalón de pijama y zapatillas de andar por casa. El tío se me quedó mirando con una expresión de asombro absoluto. Claro, imaginaos que os encontráis en vuestra puerta con una chica que solo lleva una toalla. Yo sonreía como una tonta y le dije que por favor me dejara pasar, que necesitaba su ayuda. El chico se lo piensa, me mira de arriba a abajo, se lo vuelve a pensar y al final abre la puerta y me deja entrar.
Lo primero que le dije al cruzar el recibidor fue "Dios que vergüenza. Oye, no quiero molestarte, pero necesito que me ayudes". (Es la forma de empezar este juego). A continuación le expliqué lo que ocurría. Estábamos jugando mis amigos y yo a un juego parecido al trivial pero con toque erótico. Estaban jugando dos parejas y yo. Al principio iba ganando, pero una mala racha me había desprovisto de toda la ropa y como después de desnudarme no podía hacer nada más (las novias de mis amigos no estaban dispuestas a que ellos me tocasen o me hiciesen algo más allá de verme desnuda) se les había ocurrido que tenía que cumplir una prenda con un vecino de la casa. Por eso estaba allí. Todo lo dije con una sonrisa nerviosa. El pobre tío ni se movía, ni hablaba. Parecía un muñeco delante de mí, que me miraba de vez en cuando la toalla que, como era la misma de la última vez que estuve en casa de mi jefe, ya sabéis cuánto tapaba.
Le dije que tenía que desnudarme delante de él, y lo hice. Me quité la toalla y la dejé en un sillón. Volví a repetir "que vergüenza" y me cubrí el rostro con las manos, cosa que aproveché para mirar su bulto bajo el pantalón de pijama, ya bastante grande. Después le dije que mis amigos me pedían una prueba de que realmente había cumplido. Para ello, él tenía que escribir algo que llevaba en un papel. ¿Y dónde llevaba el papel? No tenía bolsillos y no lo llevaba en la mano. "Lo tienes que sacar tú -le dije-. Hazlo con suavidad, por favor". Me apoye en la mesa del comedor y abrí las piernas, mirándole a los ojos. El tío no se lo creía. Me miró de arriba a abajo de nuevo y se quedó mirando mi sexo. Yo lo abrí con dos dedos y le dije "ayúdame, porfa. Necesito terminar con esto cuanto antes". El tío no esperó que se lo pidiera una tercera vez. Puso su mano en mi sexo y yo retiré la mía. En lugar de meter los dedos en busca del rollito que en realidad me había metido mi jefe, empezó a frotar lentamente. Creo que se me encendieron las mejillas. No creáis que era tan normal para mí estar ahí, desnuda, con las piernas abiertas, dejando hacer a un desconocido. Quizá debía haberle dicho que hiciera lo que le había pedido, pero me subió un acceso de calor y de vergüenza al notar sus dedos ahí. Recuerdo que suspiré. Su otra mano fue a mi pecho y empezó a frotarlo suavemente. Le dije "como sigas así, se va a humedecer el papel y no vamos a saber qué dice. El tío no me hizo caso y yo no insistí. Le dejé hacer. Me estaba masturbando y lo hacía bien, suavemente, sin intrusión, deteniéndose en mi clítoris. Supongo que mis mejillas ya estaban rojas. No puedo esconder mi excitación, y mucho menos un orgasmo real. Se me nota siempre en las mejillas y en los ojos. El orgasmo me llegó en pocos minutos. Después me abracé a él. Suspiré y el vecinito me agarró de las nalgas. "Por favor, haz lo que pide el papel". Me di la vuelta y abrí las piernas. Entonces sí, metió dos dedos, buscó y sacó el rollito de mi vagina. Yo gemí, esperando que siguiera, pero se entretuvo leyendo lo que ponía. Sonrió y buscó una calculadora.
¿Con qué escribo? Me dijo el chico. Me encogí de hombros y le dije si tenía algún rotulador gordo. Cogió uno que tenía para escribir en CDs y, después de hacer unas cuentas con la calculadora empezó a escribir en mi nalga izquierda. Mi jefe no me había dejado mirar el papel, así que no sabía que tenía que escribir. Tardó un buen rato en terminar de escribir en esa nalga y después escribió algo en la otra y me dijo "ya está".
Me di la vuelta, le sonreí y me quedé mirando directamente a su bulto en el pijama. "bueno, le dije, tu me has tocado. No te importará que yo también lo haga". El tío se limitó a encogerse de hombros, y con una sonrisa, le cogí el miembro a través del pantalón de pijama. Parecía enorme y notaba sus pulsaciones. Pero el chico estaba como un pasmarote. Metí la mano dentro del pantalón y toqué directamente el pene, ya completamente erecto. Mis manos empezaron a acariciar el escroto y los testículos y a rozar la piel de su pene, a agarrarlo de repente y apretarlo en mi mano. Estaba muy excitado, tenía miedo de que se corriera, pero él no se movía. Estaba paralizado. Entonces me detuve. Le dije molesta, "parece que no te gusta", y empecé a sacar mi mano de su pantalón pero él me detuvo, cogiéndome de la muñeca. "Sigue, por favor". Yo sonreí.
Le baje el pantalón y los boxer y se los quité. Me excitaba verlo solo con la camiseta y ese pene y su culo que asomaban bajo ella. Me arrodillé y empecé a frotarlo por mi cara lentamente, chupándolo cada vez que mi boca se encontraba con él. Mis manos seguían frotando sus testículos suavemente. Finalmente me lo llevé a la boca. El chico me cogió de la cabeza y empezó a mover las caderas, follándome la boca. En poco más de un minuto, me apretó hacía él, me hizo daño metiéndome el pene hasta la garganta, y se corrió. Me costaba respirar y me daban arcadas, al tocar el pene mi garganta, y el tío estuvo lo que me pareció una eternidad corriéndose en mi boca. No tenía forma de retener el semen, así que me lo tuve que tragar para poder respirar, porque mi nariz encima se pegaba a su piel y me resultaba muy difícil encontrar aire. Cuando me soltó empecé a toser, pero el tío me ayudó a levantarme. Me di cuenta de que su miembro no había perdido ni un ápice de dureza, que seguía erecto y grande. Me dio la vuelta, y me iba a follar cuando le dije que parara. Le pedí que se pusiera preservativo, y me dijo que no tenía. Yo estaba muy excitada. Quería tanto como él que me follara, pero no podía permitirlo sin condón. Tenía reciente la última aventura y dónde habíamos terminado. Así que le cogí de la mano, fui a la cocina y busqué aceite. Me unté en el culo, me introduje los dedos en el ano delante de él, mientras observaba cómo él se masturbaba mirándome, y después me agaché sobre la mesa de la cocina. Allí abrí mis nalgas con ambas manos y le dije "Úsame por atrás, por favor". Recuerdo que le dije úsame, después me divirtió haber usado esa palabra, pero en aquel momento estaba tan excitada que solo quería provocarle. Y funcionó, porque el tío me metió su pene lentamente, pero sin pausa. Me resultó doloroso en la primera embestida. Ya digo que era grande y estaba muy duro, a pesar de haber descargado hacía unos segundos. Después se agachó sobre mí, me agarró de los hombros y empezó a entrar y salir con más fuerza. Notaba que mi ano se ensanchaba y el dolor dejó paso a una sensación intensa, muy morbosa, al sentirme invadida. Empecé a contraer mi esfínter, para complicarle la entrada, y él respondió haciendo más fuerza. Así que tuve que relajarlo para evitar el dolor. Esta vez estuvo un buen rato entrando y saliendo. No sé cuánto tiempo. Mi primer orgasmo llegó enseguida y creo que sumé dos o tres más en el tiempo que él siguió empujando. Empezamos a sudar, nuestra piel resbalaba, pero no disminuyó nada la energía de sus embestidas. Yo estaba cansadísima, pero él estaba sobrado y parecía empujar cada vez más fuerte. Cuando vi que ya estaba cerca, yo estaba fuera de mí, pero también muy cansada, así que en una de las embestidas, cuando estaba dentro, volvía contraer el esfínter. El tío empezó a empujar más, se abrazó con fuerza para atraer mi culo y entrar lo más posible y al instante noté su líquido caliente dentro. Unos segundos después se apartó y se sentó en una de las sillas de la cocina. Yo me quedé sobre la mesa, extenuada. No me importó que empezara a deslizarse el semen por mi pierna, ni que mi sudor mojara la mesa, a pesar de lo antiestético de la huella de mis senos en ella. Estaba tan cansada que me dio igual todo durante unos minutos.
Aún no me había incorporado cuando él se levantó de su silla y empezó a acariciarme. Yo sonreí. Me gustaba aquel chico. Era muy, muy tímido, y sin embargo sabía tocar. Me levanté y los dos desnudos aún estuvimos un rato besándonos, abrazados, y acariciándonos. Después, le pregunté si se había borrado lo que había escrito. Me contestó que no, sonriendo. Nos despedimos, cogí la toalla y bajé de nuevo al piso de mi jefe.
Ni me acuerdo de cómo baje hasta el piso. Así como otras veces, pasear desnuda a altas horas de la noche por la escalera había resultado una aventura, de ese día, a una hora mucho más temprana, en la que era posible encontrarse con cualquiera que volviera del trabajo, no recuerdo nada. Sin embargo, aún me esperaba una sorpresa. En el piso de aquel chico había estado por lo menos hora y media. Llamé a la puerta del piso de mi jefe. No respondió nadie. Esperé unos minutos. Volví a llamar. Empecé a acordarme de todos los muertos de mi jefe, creyendo que me estaba gastando una broma y que en cualquier momento podía salir un vecino de al lado, o que podían estar perfectamente mirando por la mirilla de alguna otra puerta. Llamé por tercera vez. Después noté un bulto bajo el felpudo, lo levanté y ví que eran mis llaves. No las de ese piso, sino las del mío. El muy perro había podido dejar las de su piso para que entrara, pero solo había dejado las mías, para que pudiera abrir en mi casa. Ni ropa ni nada más. Entonces escuché unos pasos en el piso de abajo. Era alguien que subía por las escaleras. Me asomé con la toalla en la mano, segura de que era mi jefe, y me topé con un hombre mayor, que me miró de arriba a abajo. Me di cuenta de que me había visto entera, así que tan silenciosa como pude corrí escaleras arriba y llamé de nuevo al piso del vecinito. Se me cayó la toalla mientras subía, se me salía el corazón del pecho, pero gracias a dios él si abrió y pude entrar antes de que el viejo llegara a la planta. Le dije que mis amigos se habían ido los muy cabrones, y que necesitaba ropa para llegar a casa. Me dejó unos vaqueros que me venían grandes y una camisa con lo que daba al menos el pego y parecía un poco a la moda. Me dejó también una gorra por si quería pasar más desapercibida. Le pedí perdón y le dije que le devolvería en breve la ropa. Él sonrió y me dijo que encantado, pero que le debía una. Le miré como diciéndole "tu tampoco te sobres". Tuve que recorrer media ciudad así. Y por fortuna, el chico tuvo la ocurrencia de dejarme dinero para el autobús urbano, porque yo estaba tan nerviosa y tan enfadada que ni me había acordado de eso.
Cuando llegué a casa me desnudé, me duché, y después me di cuenta de que ni con el enjabonado de la ducha se me había borrado lo escrito por el vecino. En mi nalga izquierda estaba todo lleno de unos y ceros. En la derecha estaba escrita una cifra más corta, pero con otros números además del uno y el cero. No entendí nada. Pensé en llamar a mi jefe a su casa, a pesar de que podía ponerse su mujer. Aún me duraba el enfado, pero después lo dejé para el día siguiente.